Simone de Beauvoir, Hija de la Razón Crítica.
Mujeres del Siglo XX
* Inestimable presencia en la Francia de la Posguerra, El Segundo Sexo concentró lo mejor de su obra
* Le obsesionaba una Etica Humanista que desarrollaba desde su elección existencialista y atea
Martha Robles.
Nunca fue tocada por el misterio. Intimidante, exhibía lo grande y lo chico de su alma como un fogonazo. Se sabía diferente. Lo exageraba alardeando, aunque de suyo tuviera un ímpetu renovador inclinado a las grandes acciones. Castigaba la reflexión por una fórmula deslumbrante. Tuvo una inteligencia rápida a la que no preocupaba importunar o contradecirse. Era vertiginosa, directa, impositiva y curiosa. Amaba los riesgos, especialmente los que destacaban el papel del intelectual como un despertador de conciencias. El dilema existencial fue preocupación compartida con su compañero, el existencialista Jean Paul Sartre.
Sin embargo, sus obras tomaron otros caminos a partir de premisas que ambos desprendían de la circunstancia. Simone de Beauvoir prefería "pensar contra sí misma" a explorar, como él, el infierno de "los otros". La tentación de filosofar la condujo al compromiso político y éste recayó en su biografía como una espiral que le permitió recorrer su feminidad inconforme. Así, con representar una inestimable presencia crítica en la influyente Francia de la posguerra, en El Segundo Sexo (1949) concentró lo mejor de su obra.
Aseguraba que cedía en lo menor a cambio de una sinceridad total en su experiencia amorosa. De ella desprendía hipótesis, aciertos o aportaciones relacionados con su pregón libertario. De hecho, al establecer una liga aparentemente sin condiciones, ambos supieron que no les quedaba sino aceptar o ser cómplices de sus respectivas infidelidades: Apuesta que no les evitó el sufrimiento ni los condujo a testimoniar supuestas ventajas de "los caminos de la libertad". Aún así, ella se empeñó con mayor interés en probar que el matrimonio era una institución burguesa, obscena, dañina y lastimosa para hombres y mujeres, especialmente para mujeres. A la voz de que sólo el respeto fincado en el reconocimiento del otro salva lo perdurable de dos que se juntan, sin casarse ni vivir bajo el mismo techo, permanecieron uno al lado del otro desde sus días estudiantiles hasta la muerte de Sartre, el martes 15 de abril de 1979. Tuvieron periodos de distanciamiento y otros, los más, de una comunión tan ceñida que sus obras espejeaban la intensidad complementaria de que eran capaces como pareja pensante. Inclusive durante años se les consideró ejemplo a la vanguardia de intimidad deseable entre dos escritores. Simone lo lloró como viuda. A partir de entonces, confinó su senectud al silencio, como si la desaparición de su dialogante y fuente de inspiración hubiera apagado su natural incisivo.
En abril de 1978, en el filme Simone de Beauvoir por ella misma, confesó a Claude Lanzmann que deseaba ser conocida entre quienes jamás la hubieran leído. Agregó que un vanidoso deseo de veracidad la incitaba a crear un testimonio perdurable de su naturaleza poco apacible, mezcla de angustia y gusto por la vida. Si bien su talante le permitió destacar en la corriente existencialista, también encendió su afán de notoriedad al publicar en demasía sus juegos amorosos. En ese sentido, ella y Jean Paul consiguieron mantener un liderazgo de años en la imaginación de las nuevas generaciones; empero, al tiempo se cuestionó si aquella aventura era en realidad tolerable o tan libre como anunciaban. Es probable que transitaran del enamoramiento a la amistad amorosa; y, de ésta, a la solidaridad compasiva que permi d aceptar y comprender al otro sin enjuiciarlo ni condenarlo. Sobre la duda permaneció la influencia, y nadie podría negar que tan peculiar pareja al menos contribuyó a exhibir la hipocresía de las mentalidades en boga.
Abusaba de la palabra en detrimento de sus ideas. A su pesar caminaba a la sombra de Sartre, aun cuando abominaba de él o barruntaba alcances trascendentales por su emancipación literaria. "El mayor logro de mi vida es Sartre" dijo no obstante, al reconocer que por él había descubierto que no estaría sola frente al porvenir. Afirmación que, leída en su exacta hondura al paso de sus memorias, revela el significado trascendental de su sinceridad. En más de una ocasión, a lo largo de las décadas, su vínculo se antojaría una obra ensayada para los demás. Ambos defendían con demasiado ahínco esa idea de pareja que perdura sobre accidentes y aun por encima de pequeñeces que traslucen menosprecios machistas tan ofensivos como el que profiriera Sartre, creyendo que la elogiaba: "Lo maravilloso de Simone -declaró- es que tiene la inteligencia de un hombre y la sensibilidad de una mujer". Así era "El Castor", como gustara llamarla el filósofo, aunque aún en nuestros días los hombres no se acostumbren al raciocinio femenino ni haya quien no repita el prejuicio de que, ante una poderosa capacidad de discernimiento, seguramente se oculta cierta virtud viril, que por cierto tampoco es frecuente en la generalidad masculina porque la razón educada, a fin de cuentas, es atributo individual, sin distingo de sexo.
En su conmovedora despedida, La Ceremonia del Adiós (1981), Simone de Beauvoir, se retiró para siempre de la literatura con estas palabras, dirigidas al amado: "He aquí el primero de mis libros -sin duda el único- que usted no habrá leído antes de ser impreso (entre ellos siempre se hablaron de usted, forma que enfatizaba su cordialidad amistosa). Le está completamente consagrado, pero no le atañe ...] Cuando éramos jóvenes y al término de una discusión apasionada uno de los dos triunfaba con brillantez, le decía al otro: "lo tengo en la cajita!". Usted está ahora en la cajita; no saldrá de ella y no me reuniré con usted: Aunque me entierren a su lado, de sus cenizas a mis restos no habrá ningún pasadizo". Ciertamente, no se tendió ningún pasadizo entre sus restos; sin embargo, la memoria logró lo que la materia y la muerte impidieron: Permanecer unidos en el balance inquietante de una época que reveló la vida como inadmisible y penosa contingencia.
Con sugerir el dolor padecido al sellar una vida en común, también en la despedida repite Simone la costumbre de valerse de Sartre -así lo llamó en privado o en público- para encarecer su importancia en cada acto, suceso, carta, entrevista o examen de la situación en la que ambos resultaban involucrados. Todo en ella coincide en el anhelo de mitificar, mitificándose, al "intelectual": Una especie nueva, hija de la razón crítica, obligada a imponer una moral directriz contra o frente al poder y dispuesta a apoyar causas sociales, comprometiendo elposo de su razón de manera activa y directa. Consciente de que tenía que sortear además su realidad femenina, de suyo agregó al término una connotación de arrojo muy próxima a la imprudencia. Escribió más de una vez, por ejemplo, que el espinoso asunto de la violación era discutible, porque se necesitaban más de dos hombres para someter a una mujer. Luego rectificó, igual que en otros temas de carácter ideológico o político; pero jamás superó esa índole abrupta que, leída inclusive en nuestros días, estuvo más próxima al desasosiego que al apetito de sinceridad que enarbolaba como divisa de superioridad.
Sartre consideró al intelectual "un técnico del saber práctico" y que, según interpretaciones de Simone, "desgarraba la contradicción entre la universalidad del saber y lo particular de la clase dominante cuyo producto era". De ahí que, convencida ella misma de que el nuevo intelectual no podía ni debía sustraerse del sentido popular del pensamiento, cifrara su concepto de universalidad en la toma de posición de lo que reiteradamente situaba en una postura "comprometida".
Por la vastedad de sus miras, Simone creó una imagen diversa, múltiple y cambiante que no han conseguido superar otras escritoras contemporáneas: Viajó, enseñó, experimentó, discutió, escribió y comenzó a publicar a los treinta y seis años de edad, participó en las actividades políticas más connotadas de la izquierda y mantuvo un ojo siempre en alerta frente a los cambios. Miembro del Congreso del Movimiento de la Paz, viajó a Helsinki y, de su multicitada visita a la China de Mao extrajo su novela Los Mandarines, galardonada con el Premio Goncourt, en 1954. A pesar de su éxito al novelar sus ideas, prefirió la fidelidad al ensayo: Ahí se encontraba en libertad para conciliar a la memorista con la denunciante implacable que no despreciaba la imaginación para avivar su búsqueda de verdad, siempre indivisa del sentido de sinceridad que reconoció como guía de conducta. La obsesionaban las imágenes del destino, la ambigüedad y una ética humanista que desarrollaba a sus anchas desde su elección existencialista y atea.
La dosis de artificio con que impostaba su protagonismo en aquella cultura francesa que oscilaba entre las fronteras de la intransigencia ideológica, del idealismo redentor y la literatura de compromiso, le resultaría contraproducente, tanto en sus alegatos feministas posteriores al notable y original ensayo en dos tomos, El Segundo Sexo, como en la consolidación de una imagen personal menos novelesca frente a las generaciones prorrevolucionarias que consagraban en la pareja Sartre-Beauvoir el primer logro intelectual compartido de los tiempos modernos.
Su problema era la tentación del exceso, nunca la cortedad; de ahí que, en décadas atribuladas por veredictos sentenciosos, proliferación de dictaduras, rigores colonialistas y sistemas autoritarios que abarcaban tareas del pensamiento, Simone encontrara correspondencia con su deseo de cambiarlo todo y cambiarlo bien, en especial en lo relacionado al hallazgo teórico sobre la servidumbre femenina, cuyo brote liberador coincidía con destellos revolucionarios que, en apariencia, anticipaban un cambio esperanzador en el mundo.
Es indudable que el ámbito académico e intelectual del medio siglo vivía en alerta a los juicios de estos protagonistas de un existencialismo que, de acuerdo a presiones marxistas, se inclinaba con avidez al lenguaje de lo que bien se definiría, como los títulos arrasadores de Simone, La Fuerza de las Cosas (1963) o Para una Moral de la Ambigüedad (1947). Prefirió ubicarse del lado anticolonialista y discrepante antes que ceder, en la confusión empeorada por la posguerra mundial, a la corriente representada por un antifascismo que pronto mudaría en comunismo pro soviético, de una parte, y de otra en antiimperialismo, asignado a la expansión territorial de Estados Unidos en particular, y capitalista en general, por férreos seguidores de la URSS.
Ni ella ni Sartre tuvieron que esperar el término de la Guerra Fría para darse cuenta del cúmulo de atrocidades que ambos sistemas entrañaban, aunque sus simpatías, no siempre acertadas ni desprovistas de rectificaciones debido al prejuicio ideológico, tendieran siempre a la izquierda. Durante los años setenta se hicieron casi cotidianas sus intervenciones públicas en apoyo de los pueblos subyugados. Viajaron en 1974 a Portugal, un año después de ocurrida "la revolución de los claveles". En la revista Libération, en Le Monde o en Le Nouvel Observateur aparecieron entrevistas, declaraciones y escritos divulgados en casi todas las lenguas por Occidente, concentrados especialmente en los juicios de Sartre sobre la guerra de Angola, la intervención francesa en Vietnam, el modelo de autogestión yugoslava de Tito, las relaciones de la Beauvoir con el feminismo, los conflictos entre Palestina e Israel y cuanto cupiera en la célebre afirmación sartreana: "Las luchas con que me identifico son luchas mundiales".
Como no lo hiciera escritora alguna en el mundo, Simone echó a grupa de la filosofía sus embates políticos y, a caballo de su ateísmo, confirmado desde los 14 años de edad, una pasión creadora que la acompañó hasta su muerte. A propósito de la autodisciplina que la afamaba, dijo a Madeleine Gobeil, para The Paris Review, que siempre estaba apurada por empezar, aunque en general le disgustaba empezar el día. "Primero tomo el té y después, más o menos a las diez de la mañana, me pongo en actividad y trabajo hasta la una. Después veo a mis amigos y más tarde, a las cinco, vuelvo al trabajo y sigo hasta las nueve de la noche. No tengo problemas para retomar el hilo a la tarde. Cuando usted se vaya, leeré el periódico o tal vez saldré de compras. Casi siempre trabajar me resulta un placer (...) Veo a Sartre todas las noches, y con frecuencia a la hora del almuerzo. Generalmente trabajo en su casa durante la tarde".
Emprendió con bríos inusuales un radicalismo demoledor de lo inaceptable; empero, con sus Memorias de una Joven Formal, ensayo autobiográfico de 1958, y tras 23 libros publicados; después de abordar temas como la vejez y la muerte desde perspectivas tan dolorosas como la aceptación del deterioro físico y las luchas personales contra el propio pasado, y luego de incontables batallas contestatarias para crear, modestamente, el desorden que acaso reordenaría algunas vidas o sistemas sociales, confesó su desaliento ante la derrota: "Todo lo que hay es una inmensa desesperación que se expresa a través de ciertas formas de terrorismo. Quizá no es el momento de construir (...) No veo una esperanza positiva ni un porvenir radiante... Aun después de la derrota del capitalismo, estaremos todavía lejos de destruir las actitudes patriarcales". Esto y más dijo con tristeza a sus 76 años de edad cuando, a iniciativa del gobierno de Francois Mitterrand, en 1984, presidió una comisión oficial para incrementar expresiones culturales de la mujer, de las que se volvió símbolo y precursora del siglo XX.
Escribir y vivir fue una y la misma cosa. Escribir ensayos, novelas y memorias para vivir; y vivir para escribir en cualquier lugar, de cualquier manera, a condición de poner más de ella misma y de su experiencia, como oportunamente le recomendara Sartre, que de las cosas que suponía importantes por el hecho de ocupar la atención política de sus contemporáneos. La Invitada (1943) fue su primera obra novelada de gran aliento, lo que probó que la exactitud del pensamiento podría ser su preocupación, nunca el instrumento sostenido para desarrollar su talento. Previa a la escritura de El Ser y la Nada, es casi obvio que sus ideas sobre las relaciones humanas fueron el surtidor fundamental en la obra considerada como la más importante de su compañero. En esas páginas, ella narró sus amoríos triangulados y por demás extraños con Sartre y Olga Kosakiewics. Primera de otras experiencias similares, ésta marcó el estilo de una peculiar tendencia a entremezclarse con figuras cercanas a uno o la otra. Estudiante de Simone, Nathalie Sorokine se consideró entre las de mayor influencia al lado del filósofo, mientras que Jacques-Laurent Bost completabauacon Simone, un cuarteto que, lejos de consolidarse como experiencia recomendable, ofrecía fisuras de fragilidad sospechosa e inevitablemente relacionadas con sus quehaceres. Tolerantes en apariencia, nunca se supo hasta dónde quedaban afectados por estos amantes en tránsito que, en cierta forma, se exponían a modelos de supeditación, no obstante avaladas por su voluntad libertaria.
Muy joven aún, desde los quince de su edad, tuvo cosas qué decir. Por su importancia formativa, reconoció que fue larga la tentación de incurrir en imitaciones de sus lecturas adolescentes. Si como estudiante en La Sorbonne, donde conoció a Sartre, supo imponer su talento, al batallar con ideas no desdeñó el impacto causado por su reputación de inteligencia superior y comprometida. Como si fuera un presagio, se establecieron sus posiciones respectivas al obtener, en 1929, el grado en filosofía: Sartre el primer lugar; Simone, el segundo. En esa especie de simbiosis de la razón no consigue ocultarse la tremenda fuerza intelectual y persuasiva de ella: Un verdadero motor de discernimiento. Inclusive algunos estudiosos la consideran autora de las ideas fundamentales del existencialismo francés, incluido el de Sartre.
Hizo de su "desesperación absoluta" su único sostén, como escribiera citando a Lagneau en Memorias de una Joven Formal, al menos de manera literaria, para rellenar su ausencia de Dios y el sentido de su vida. Celosa vigilante de la soledad, le aterraba el aislamiento. Para combatirlo enarboló un feminismo profundamente intelectual sobre las bases de su necesidad de bastarse a sí misma. Apoyó el aborto, lo practicó y lo discutió públicamente desde la perspectiva inevitable de su mayor premisa: Cada conciencia que logra su libertad equivale a una superación perpetua de sí misma hacia otras libertades. Lejos de quedarse en lo anecdótico, en La sangre de los Otros (1944) explora su persistente preocupación por el tiempo y la muerte, así como el caos provocado por la Segunda Guerra Mundial. Ahí afirma algo que sería impacte te: "Es fácil pagar con la sangre de los otros..." En uno de sus capítulos destaca la discusión sobre el aborto de una pareja en términos de lealtad, amistad y amor. Maestra de mujeres, percibió desigualdades de clase y abismos que separaban los roles masculino y femenino en las sociedades ricas y pobres, tercermundistas y avanzadas. En común tienen sus personajes femeninos una confusión provocada por falsas nociones que los iguala ante una misma amenaza por la locura: "Muchísimas mujeres modernas sonlasí -afirmó-. Las mujeres están obligadas a representar lo que no son, a representar, por ejemplo, el papel de grandes cortesanas, a falsear su personalidad. Están al borde de la neurosis. Siento enorme simpatía por esa clase de mujeres. Me interesan mucho más que la madre y ama de casa equilibrada. Por supuesto, hay mujeres que me interesan todavía más, las que son tanto sinceras como independientes, las que trabajan y crean".
Nunca la abandonó el interés por desentrañar el complejo universo social que existe bajo la sujeción sexual y, para completar su repudio a la doble servidumbre de una mujer en un medio colonizado y atroz, no sólo apoyó a los rebeldes argelinos, sino que publicó, con Giséle Halimi, en 1962, Djamila Boupacha, estudió crítico que estremecería la conciencia mundial.
El hervidero externo alimentaba el furor de buscar libertades, ya que el sosiego le estaba proscrito. Eran los días del ascenso fascista en Italia, los del predominio de lo irracional sobre las tentativas liberadoras de la comunidad pensante. Sartre, a quien le atribuyeron un egoísmo monumental, padecía entonces una aguda y prolongada depresión que calificaría, posteriormente, como "la más trascendente de las soledades": La sinrazón de la libertad existencial. Viajaba por Europa, generalmente acompañado por "El Castor", acarreando esa melancolía que, en 1938, se convertiría en La Náusea, un monumento a la nada que algunos consideraron el más radical monumento a la fatalidad del ser. Tiempo, el más intenso, del nacional-socialismo, de la xenofobia hitleriana y de la propaganda nazi organizada para la violencia. Las universidades alemanas, en plena persecución racial e ideológica, padecían un agudo retroceso al exiliar a sus mejores hombres, liberales o judíos. Las dos corrientes convertidas en punta de lanza de una nueva crítica humana, individual la una, y de aspiraciones universales la otra, abrieron un gran paréntesis entre las premisas apenas esbozadas por Sartre y el existencialismo y, por otra parte, las postuladas por la Escuela de Francfurt, desde una visión totalizadora de la conciencia y la sociedad.
Joven aún, más aguerrida que nunca, Simone era como un río caudaloso en busca de cauce. "Ponerse en situación" era consigna. Nada mejor que la circunstancia europea para deslindar el compromiso que congregara una posición política y sus preocupaciones filosóficas: El ser, la crítica y la libertad, especialmente ante la inminencia del acoso. Durante la Pascua de 1932, Simone de Beauvoir arrastra a Sartre a Bretaña, animada por su inagotable curiosidad. El aprovechó su estancia para orinar sobre la tumba de Chatobriand y descubrir la existencia literaria de Kafka. Los presagios del absurdo anticipado por el genio de Praga coincidían con la tormenta que caería sobre Europa. La pareja francesa vivía etapas de inusual turbulencia. Es el tiempo en que Sartre padeció las memorables alucinaciones de una razón acosada. Sus figuraciones de escarabajos y langostas quedaron fundidos a razonamientos sobre la condición del hombre condenado a una irremediable soledad.
El pánico que invade a los franceses en marzo de 1935, coincide con la mayor crisis de Sartre, agudizada por su afán de experimentar alcances en las anomalías de la percepción. Simone, después de telefonearle al hospital Saint-Anne, donde le habían aplicado inyecciones de mezcalina, afirmó no sin preocupación: "Sartre me dijo con una voz confusa que mi llamada le arrancaba de un combate contra unos pulpos, en que ciertamente no hubiera llevado la mejor parte... No había tenido alucinaciones; pero los objetos que percibía se deformaban de una manera espantosa: Había visto paraguas, buitres, zapatos, esqueletos, rostros monstruosos; y por los lados, por detrás, se removían cangrejos, pulpos, cosas gesticulantes..."
Durante el clímax del nacional socialismo, los principales colaboradores de la Escuela de Francfurt -Theodor Adorno, Horkheimer, Marcuse, Fromm, Bloch y Kofker entre otros- fueron obligados a interrumpir sus tareas en torno de un renovador pensamiento marxista y crítico. La diáspora se hizo imparable. El fascismo, especialmente salvaje y anticultural, se ensañó contra académicos, escritores y artistas. Era la hora del asalto a la razón definida por Luckacs, el momento de la mayor crisis padecida por intelectuales europeos y la oportunidad para despertar una conciencia de libertad que especialmente Sartre y Simone derivarían hacia una reflexión de la muerte, desde su original imagen del infierno compartido con "los otros": La muerte es el fracaso de la vida.
Con el triunfo de los aliados, dos sentimientos dominaron el ánimo: Angustia y afán de liberación. El primero, por la proximidad de la muerte y los efectos fascistas que Simone no tardaría en incorporar en el tratamiento de sus temas. El segundo, sobre todo en Francia, por los cinco años de ocupación alemana. Una ideología rígida, vinculada a la fuerza militar, les provocaba repudio a cualquier acto de tiranía, a lo que se llamó "libertad de espíritu". Una actitud que habría de configurarse en sustento crítico de un renovado debate en favor de la dignidad humana. En medio de tan tremenda agitación, la Beauvoir deslindó las claves de su estética y su filosofía para recogerlas después en su Etica de la Ambigüedad: "Para que el artista tenga un mundo que expresar primero debe situarse en el mundo. Debe experimentarse como opresor u oprimido, resignado o rebelde, un hombre entre los hombres".
Solidaridad, fraternidad, independencia y comunicación fueron propósitos de "unidad sagrada" entre escritores que, desde París, recobraban un vital optimismo por cuanto consideraban "actitudes comprometidas": En lo individual, consciencia de sí, de la finitud existencial y la libertad limitada del "ser en situación": Elementos del lenguaje existencialista encabezados por Sartre y aplicados por Simone a lo largo de su obra. En lo social, repudio a las guerras, a las torturas y a posiciones totalitarias de partidos o sistemas políticos.
Años después -aún entre coetáneos- en definitiva se divulgaría ese lenguaje, con todo su vocabulario, como seña de identidad y punto de referencia crítico. Cúspide de unasoxpresión que congregó la mayor popularidad sartreana y el principio del fin de su condición de símbolo, 1968 fue, para la pareja, la mayor evidencia del cambio generacional, a pesar de que unas 50 mil personas se unieron al cortejo fúnebre del filósofo, principalmente jóvenes, y con todo y que a diario aparecen flores frescas sobre su tumba. Su influencia, sin embargo, sería tan poderosa que, desde su referencia, cualquier discrepante se sumó a la categoría de "intelectual" y otros se denominarían "escritores comprometidos", en función de la discrepancia, especialmente frente a las dictaduras, a la intolerancia y a la violación de derechos: Precisamente los móviles que, con el colonialismo cifrado en Argel, llevarían a Simone de Beauvoir a escribir El Segundo Sexo.
A pesar de su origen y situaciones precisos, el término "comprometido" ha variado desde entonces con la circunstancia nacional; pero, también, por las transformaciones de la literatura, de la política y la sociedad: Algunos autores soabienen que no hay más compromiso que el de la creación en sí, al margen de los acontecimientos políticos. Otros, más actuales y ajenos a la turbulencia política, insisten en la sola virtud del lenguaje, en cierto fervor por la voz, la propia, cuyo universo principia y concluye en una suerte de inventiva intimista. En todo caso, para aclarar u oponerse, persiste la sombra de estos dos seres infatigables en su tarea de concientizar a favor de una vida más digna.
El legado de la posguerra francesa, del que no puede sustraerse la importante presencia de Simone, continúa distinguiendo a las unívocas "actitudes de compromiso". Es decir, las de la inteligencia crítica al servicio de la fraternidad solidaria, apoyada en los imperativos éticos del humanismo. Con la aparición de la revista Les Temps Modernes, octubre de 1945, Sartre y Beauvoir compartieron esa disposición a la libertad de juicio y al enjuiciamiento con escritores con quienes poco o nada podrían identificarse. A pesar de sus diferencias, la colaboración parecía animada por una acción fraternal y relaciones que, lejos de pretender el convencimiento directo, se apoyaban en la defensa de los oprimidos de Argelia, contra la invasión de Vietnam, al denunciar el proceso Slansky o los campos de concentración soviéticos. Francia era el centro de sus juicios más radicales, aunque nunca su sola preocupación. Merleau-Ponty y Sartre escribirían una página memorable que pasaría a la historia como una de las críticas más valientes y anticipadas de la realidad soviética.
La historia política de la posguerra y sus implicaciones filosóficas están ceñidas tanto al destino literario como a la biografía íntima de ésta, una de las parejas más controvertidas de nuestra época. Aunque mucho se ha insistido sobre las peculiaridades de su ensayo amoroso, lo fundamental quedaría sellado por el juicio y sus intervenciones en hechos significados de la historia contemporánea. El afán de concordia rigió por igual su defensa del feminismo que su oposición a cualquier forma de domimio impune. Tal fue su manera de ser escritores, de publicarse; es decir, "de ponerse totalmente en cuestión, de comprometerse en cuerpo y alma en cada una de las manifestaciones de su pensamiento, así como en cada uno de sus actos", según escribiera Francis Jeanson en Jean Paul Sartre en su Vida.
De ambos y particularmente de Sartre procede la aspiración de un "socialismo libertario" -sociedad sin poderes-basado en su peculiar anarquía tramada de existencialismo ateo, tolerancia a la disconformidad necesaria y enriquecido por el ejercicio de la discusión, la libre crítica y la autonomía moral de cada uno. Era de esperar que, con el gaullismo, acabaran estos estallidos de solidaridad intelectual. Entonces los escritores ventilaron discrepancias, luchas políticas y corrientes del pensamiento disímiles. La violenta reacción que Sartre y Beauvoir manifestaran contra su entorno burgués los aproximaba, sólo en parte, a la izquierda europea, pero su liderazgo debía probarse en los cambios. A pesar de sus simpatías por el marxismo, nunca sostuvieron posiciones de abierta concordancia por considerarla contraria a sus principios de libertad y autonomía. Esta actitud de independencia ideológica y repudio a la burguesía fue enfatizada especialmente por Simone desde su primera novela, La Invitada, y sostenida hasta las últimas afirmaciones publicadas por Gallimard en La Ceremonia del Adiós.
La preocupación de Simone de Beauvoir quedó definida en la búsqueda de libertad del Hombre y para el Hombre, que habrá de enfrentarse a la fatalidad de una muerte sin Dios, sin demonio y sin esperanzas redentoras. Tras escribir novelas y ensayos integrados a la biografía personal y a la circunstancia francesa de la posguerra, determinó intereses y acción política en dos obras características de su polémica personalidad: Para una Moral de la Ambigüedad (1947), alegato sobre la falsa imposición divina de valores creados por el hombre y, la célebre obra de la incomodidad crítica, El Segundo Sexo (1949), cuya denuncia sobre la deliberada subordinación que el hombre, conductor de la sociedad, ha impuesto a la mujer con el señuelo de una absurda superioridad sexual, provocó las más enconadas reacciones de sus contemporáneos, inclusive la de Albert Camus. Hoy sabemos que este documento fue decisivo para consolidar la lucha del feminismo europeo y norteamericano y transformar viejos prejuicios e imperativos religiosos sobre la condición social de las mujeres.
Un carácter polémico, vitalidad desbordada, inteligencia crítica, aunque de tendencia reiterativa, hizo a Simone el personaje femenino más controvertido y fascinante del medio siglo. Su insistencia en recobrar la dignidad humana, y la de las mujeres en particular, comenzó en plena Segunda Guerra Mundial; luego, amplió sus perspectivas con la causa argelina y durante el desarrollo de los movimientos populares más disímiles. Donde brotaba un acto de humillación, de injusticia o totalitarismo, ella aparecía con un ensayo, un artículo, una entrevista, un reportaje, un libro o una denuncia. Se involucró en la red de Francis Jeanson, participó en el Tribunal Russell, se indignó ante la llegada de los tanques soviéticos a Budapest, en 1956; repudió la sinrazón de comunistas y burgueses: Tuvo "vergüenza" por la guerra que Francia desatara en Vietnam; rompió definitivamente con la URSS, a partir de la Primavera de Praga, en 1968, y no fueron leves sus críticas airadas a Estados Unidos.
Pocas mujeres, como ella, hicieron de su "actitud comprometida" una razón de ser. De allí las controversias que suscitaba y de allí, también, su consecuencia con la célebre consigna sartreana del "hombre en situación"; es decir, en este caso, el que es capaz y está en aptitud de diferir de las propias actitudes a partir del análisis de las "condiciones particulares", de las "situaciones concretas".
La celebridad de la Beauvoir no procede solamente del contenido polémico de su obra. Al vincular pensamiento y acción transformó su intimidad en suceso público: La singular relación con Sartre durante 50 años significaba un ensayo de libertad, de igualdad sexual, de fraternidad y de autonomía moral que contrastaba con el tedioso convencionalismo de las parejas burguesas. Tal ejemplo daba al traste con devastadores prejuicios amatorios y sexuales de los que, tradicionalmente, se ha alimentado la relación subordinada. Acaso esta realidad fuera más convincente por sus apariencias que las conclusiones del Segundo Sexo. Sus lectores estaban en alerta a los vaivenes de amasiatos peregrinos de la pareja, a las amisosdes de cada uno, a las reacciones públicas entre ellos, a las líneas autobiográficas y apasionadas de dos seres semejantes y aliados en lo fundamental, pero disímiles al enfrentar y abordar un problema íntimo.
Sartre confesó su pasión por comprender a los hombres. La Beauvoir, más desbordada, auscultaba las manifestaciones de la opresión hasta que, a través del feminismo, ordenó ciertos postulados sociales y características de sí misma que en cierta medida la independizaban del pensamiento sartreano. Al definir una teoría del rechazo a "subordinar los problemas femeninos a otros problemas tales como la lucha de clases y la voluntad mayor, un problema mayor que no debía ser subordinado a los otros", consolidó principios que sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad había apuntado desde sus primeros escritos.
Mujer apasionada, singular y abrumadora. Su prosa refleja la velocidad atropellada de respuestas orales. La síntesis no fue, por cierto, una de sus virtudes. Su estilo representa uno de l.s actos de mayor fidelidad a sí misma: Ondulante entre el acierto y la abundancia verbal. De treguas esporádicas y pasajes tormentosos. Sentencias oportunas y largas exploraciones, hasta toparse con el hecho decisivo del cual pudiera reiniciar el ciclo de inquirirse a sí misma, ahondar en la angustia y criticar, a fondo y sin reservas, la conducta burguesa.
Nació en París, el 9 de enero de 1908, en una familia católica y sensible al valor de la cultura. Seguramente en su infancia escuchó noticias de las sufragistas inglesas y, común a su generación, creció marcada por las guerras. Especuló sin pudor, batalló con las palabras, alardeó, se lamentó por la atroz realidad femenina y jamás sucumbió frente a la tentación de la indolencia o del miedo a envejecer, que tan agudamente desentrañó en La Vejez (1970), obra maestra que desenmascara la cruel marginación del anciano que gasta sus años sorteando amenazas de soledad y miseria. "La desdicha de los ancianos es un signo de fracaso de la civilización contemporánea".
Y no se equivocó. Por eso prefirió ocultarse desde la desaparición del compañero hasta su propia muerte, el 14 de abril de 1986, a los 78 años de edad. Consecuente, digna y valiente, Simone de Beauvoir permanecerá en la memoria de quienes creemos, no obstante evidencias contrarias, que son posibles la igualdad, la fraternidad y la libertad entre hombres y mujeres.
Excelsior(México), 22 de febrero de 1.999