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Lugar: Argentina

sábado, 7 de mayo de 2022

Método Bleecker

 


Michel Pierre de Bleecker - Presencias
Los niños nacen analfabetos; muchos adultos mueren analfabetos. Como el crecimiento demográfico es uno de los fenómenos menos discutidos y más alarmantes de nuestro tiempo, lícito es atacarlo en las ramas, no en la raíz. Aclaremos: no se trata de limitar la natalidad para lograr menor porcentaje de iletrados -aunque la vía es segurísima-, sino de impedir que personas dotadas de mayor o menor razón pasen a mejor vida sin saber distinguir una "e" de una "a". Planteado el problema en términos tan perentorios, ¿qué remedio le queda al hombre civilizado que no concibe la muerte sin alfabetización? La respuesta es fácil: alfabetizar más, alfabetizar mejor, alfabetizar a cualquier precio, alfabetizar cada vez más rápido; en un mes, en una semana, en una hora, en un minuto, instantáneamente. Pero alfabetizar, alfabetizar, alfabetizar.
    La conjugación acelerada de este verbo tiene sus cultores. Cultores, no; pioneros. Pioneros, no: mártires. Porque el mundo es así. Necesita una élite dispuesta a sacrificarse por la masa, por los desamparados privados de la gracia de la lectura y marcados hasta el sepulcro por el signo oprobioso de la ignorancia. A Dios gracias, esta élite existe, estos pioneros existen, estos mártires existen.
    Uno de ellos se asoma hoy a nuestra galería. Asomarse es poco decir: la invade, la avasalla. Es fuerte y seguro, tallado en firmeza. En la Edad Media hubiera llevado, con el consuelo atronador de su voz, espada, coraza y cimera. Lo vemos marchando jubiloso a la zaga de Godofredo de Boullion, cruzado inflexible para el Infiel. Los tiempos cambiaron, sí. Pero no las misiones; los infieles de hoy son los analfabetos. Y no dan poco trabajo. Como que los hay que llegan al mundo sin haber frecuentado los nobles senderos de la letra escrita. Pero ¡vaya bendición del cielo para estos modernos cruzados! El nuestro se llama Michel Pierre de Bleecker. Es belga. Nació en Gantes el 21 de enero de 1921. Estudió ciencias, derecho, filosofía. Recibió títulos tempranos en numerosas materias. El sacerdocio lo atraía. Pero ¿qué clase de sacerdocio? No se avenía a pensar en una divinidad que no templara con infinita tolerancia su infinita exigencia de perfección. El suyo era un Dios del perdón, un insigne amigo de la culpa y de la falibilidad, un supremo ser llamado a reinar por la bondad, libre de la más remota intención de castigo. En paz con su conciencia, Michel Pierre de Bleecker aprendió derecho canónico, teología. Se ordenó en 1946. Durante dos años enseñó matemáticas e idiomas en Renaix. Pero necesitaba ir más lejos; más lejos en todo sentido.
    En el 48 se sumó a un grupo de doscientos emigrantes que iban a radicarse en el Paraguay y necesitaban un sacerdote. Se le autorizó a seguir esta movediza grey. En adelante, los acontecimientos avanzan para él con ritmo endiablado (el adjetivo es casual). Vive con los más inverosímiles altibajos la epopeya de una colonización en cuyo éxito se empleó dispendiosamente.
Consiguió 100.000 hectáreas cuya expropiación debía satisfacer necesidades inmediatas. Quince mil -compradas a un dólar la hectárea- correspondían a su grupo, al que convirtió en una cooperativa. Como el dinero no era suficiente, partió en gira por Europa para recaudar fondos; lo acompañaban dos paraguayos. Vio a Pío XII, regresó, fue designado asesor general de cooperativas e inspector del Ministerio de Agricultura del Paraguay. Volvió a su país, luchó como pudo durante tres años y medio en la parroquia de San Salvador, en la que, en ese mismo tiempo, redujo a 57 el número de asesinatos. En 1959 está nuevamente en el Paraguay. Un hermano de él viene a consultarlo porque su hijita de cinco años no ha podido aprender a leer en siete meses. El padre Bleecker lo consigue en tres días. ¿Cómo? Tenía un método, aunque no todavía a punto. El obispo Bogarín le pidió que lo perfeccionara. Así lo hizo. Fue a España, su libro se editó en Pamplona, él hizo demostraciones, formó a maestros, tuvo prosélitos. A su regreso logró alfabetizaciones relámpago en un país fértil en iletrados, por ello, excelente banco de ensayo. Luego trajo a la Argentina el método que lleva su nombre.
    Y es preciso aquí hablar de este método. Éste no puede menos que sufrir el riesgo de la compresión. Hay formas clásicas de alfabetizar. Se apoyan todas sobre una operación mental a menudo difícil y casi siempre antinatural: la sintetización. Las formas no clásica -porque son varias- exigen menos del alumno al librarlo de esa operación. Éstas le ofrecen el todo -que en una u otra forma, sin la necesidad de un signo convencional, preexiste en los conocimientos del niño- como punto de partida hacia las partes. Se procede, pues, a la inversa. Un ejemplo: un analfabeto sabe lo que es un pájaro, una mesa, un libro. Pero el grafismo de las palabras que corresponden a tales objetos es para él una abstracción indescifrable. Esto es lo que previene Bleecker; esa facultad inhibitoria del signo. El suyo es un alfabeto iconográfico. Las letras no son tales sino en la medida en que son la componente mayor de una palabra representativa de un objeto. Así, la "F" es el fusil, la "S" la serpiente, etcétera. Lo suyo es la sistematización del ideograma; se funda en lo fonético, lo cromático y lo ideovisual. El niño y el analfabeto adulto, asegura él, aprenden en poco tiempo, a veces en horas.
    Michel Pierre de Bleecker, ahora en la Argentina, lucha por imponer su método. Éste es candente material de polémica. Lo han adoptado unas doscientas escuelas particulares en la provincia de Buenos Aires y unas mil en todo el país. La lógica de su mecanismo y de sus principios no se pone en duda. Pero ¿no han oído ustedes hablar alguna vez de la querella de antiguos y modernos?