" ... Sin saberlo Cerati fue un hijo pródigo de Cicerón, que veía a la gratitud en la columna de las virtudes que se alzan sobre los vicios, nacidas de cierta aparente inclinación natural a amar y apreciar a quienes nos rodean.
La frase de Cerati no sólo amplía nuestro vocabulario, sino también nos ofrece la posibilidad de ser libres. Sobre todo si entendemos, como Stalin, que la gratitud es una enfermedad propia de los perros, y que ser agradecido no siempre es una virtud. En Cartas a un joven disidente, Christopher Hitchens pone a la gratitud cerca del estado de adoración incuestionable de las religiones, que conjuran un mundo de conformismo: el agradecido comprende al otro, se integra, se somete al gregarismo —un dios nos castiga por algún tonto vicio humano, y nosotros lo agradecemos—
Por eso dar las gracias está bien, pero obviarlas también es señal de buena salud. Si la modernidad fundó el pensamiento ingrato, la posmodernidad decidió que no había que respetar ninguna herencia, incluida la vida en sociedad. El uso demagógico de la gratitud es moneda de uso común entre las mafias, los narcos, los malos políticos y gente como el cantante de cruceros Silvio Berlusconi. Para ellos repartir favores es una forma de cosechar lealtad, una cárcel para la voluntad ajena: hacer al otro sentirse comprometido. Un gracias que todo lo da, como el de Cerati, alcanza para saldar cualquier deuda.
En el futuro, las gracias ceratianas perderán la capacidad de evocar —y agradecer. El tiempo también hará con ellas lo que hace con nosotros, desgraciados carnales, y les limará el sentido porque —se sabe— el uso desgasta, y el agradecimiento es también un jabón. En verdad, lo que tienen de buenas esas gracias es su valor espectacular pues nadie muestra gratitud a diario con profundidad.
Hemos hecho del agradecimiento un trámite. Escupimos las gracias unas veinte veces al día, y, desprovistas de todo contexto, livianitas y traslúcidas, las volvemos una palabra comodín, un mecanismo reflejo. Así de despintadas van igual al médico que sacó el tumor maligno como al verdulero que con su poder olímpico nos da las manzanas sin machucones, a quien nos cede su sitio en el bus como al burócrata que —porque debe hacerlo— sella por fin el documento que había cajoneado por siglos. En el pasado, las gracias exigían una reverencia profunda: el agradecido doblaba el cuerpo y agachaba la cabeza, y exhibía la nuca y perdía contacto visual con el otro. Así, indefenso, a la merced de alguien que podía portar una espada impaciente, demostraba su sinceridad.
Hoy ya no se agradece como galantes caballeros de salón y —la verdad sea dicha—, señora, nuestra relación con las gracias es más pedestre que trascendental. Ya no ponemos la cabeza —ya no la ofrecemos— por gratitud; ahora es una torcedura de cuello mínima, como si reconocer al otro supusiera un esfuerzo desmesurado. Agradecemos de paso —por e-mail, con twits, en chat y con mensajes de texto— en un procedimiento de forma aplanado por la velocidad. Las gracias son, a menudo, algo parecido a rascarse los ojos al despertar, bostezar o meterse un dedo en la nariz: acción inconsciente, costumbrismo, vapor. Algo así sucederá con las «gracias totales» de Cerati. Se perderán los colores, se volverán un trapo viejo; el eco de su autoría se acallará, y aparecerá, al fin, la sorna. Alguien, alguna vez, recordará que Soda Stéreo, una banda gasífera y estereofónica abrazó la gratitud absoluta, pero para la mayoría esa despedida de Cerati será sólo una frase de fama incomprensible e inmerecida. Las gracias totales serán, al fin, lo de menos.
Mientras, haremos bien en practicarlas a conciencia, eligiendo momento, pompa y circunstancia y tomando distancia de la gratitud indiscriminada, sin peso ni forma. El agradecimiento honesto es y debe ser un acto consciente en el que decimos más que palabras. Para agradecer hay que poner el cuerpo y hacerse cargo de su peso. Cerati, por conciencia, oficio, o vaya a saber uno qué, lo intuyó. El cierre de aquel show de Soda en River Plate no exigió palabras posteriores: Cerati dejó el futuro en nuestras manos en el punto final que siguió a las «gracias totales». Cerati culminó una historia sin guardarse nada para sí: agradeció todo. Soda, la mayor banda de la historia del rock en español, quedó en nuestras manos porque siempre estuvo en ellas.
En la aceleración líquida de hoy, el agradecimiento se parece cada vez más a un freno en el ciclo, basura innecesaria en el buzón de correo atestado. Pero no lo fue aquella noche veloz de Buenos Aires ni con una banda «de música ligera» celebrándose a sí misma. Entonces Cerati rompió cierto molde.
Una estrella de rock beligerante que agradece pierde algo de su brillo contestatario, empieza a apagarse. Pero hay mérito cuando un virtuoso de ego oceánico que no tiene rebeldías pendientes es capaz de echarse encima la tela de la humildad para reconocer el préstamo social de la fama. Sí, mamá, es lo que corresponde, pero el agradecimiento no es una axiología. Cerati, un ídolo del rock latinoamericano, podría haber exigido en aquella primavera argentina sacrificios al pie del escenario, pero si el agradecimiento es función de la humildad, entonces sus gracias totales fueron una exhalación redentora.
La palabra «eucaristía», después de todo, significa acción de gracias, y la conclusión de la ceremonia que lo convertiría en mito fue incuestionable. Unos segundos antes de la unción, en la última estrofa de la última canción, Gustavo Cerati cantó que de aquel amor «de música ligera, nada nos libra, nada más queda», la guitarra hizo chan-chan y la multitud se abrió para él. Entonces el divo dio un paso adelante, se entregó en gratitud a sus devotos y abrió los brazos en cruz."
De Nada