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Lugar: Argentina

martes, 13 de noviembre de 2018


" Para muchos, lo que voy a contar será un caso de salvajismo o de una sociedad primitiva y cruel; para otros, una muestra sagrada de realismo demográfico, sensatez y dignidad. En 1958 (tenía 17 años), vi La balada de Narayama, una formidable película japonesa dirigida por el gran maestro Keisuke Kinoshita. Me impresionó tanto que, sesenta años después, a pesar de que mi memoria se ha acostumbrado a vacilar, la recuerdo casi por completo.

Hubo una versión posterior de La balada de Narayama, de 1983, dirigida por Shoei Imamura, que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes. Ambos films se basan en la novela homónima de Schihiro Fukuzawa, de 1956. La de Kinoshita es, a mi parecer, mucho más fiel al original literario y de una calidad superior a la de Imamura, bastante efectista, aunque buena.

La acción se desarrolla en una rudimentaria comunidad agraria de fines del siglo XVIII o principios del XIX, al pie del monte Narayama. Esa región, aislada del resto del mundo, es muy pobre. Lo que sus aldeanos cultivan, pescan y cazan apenas si les basta para subsistir. Por eso, rige en ella el ubasute japonés, una costumbre o mandato religioso de la Edad Media (para algunos, es una leyenda).

Consistía en el abandono de una anciana o anciano que hubiera llegado a los setenta años en lo alto de una montaña. El hijo mayor u otro pariente varón debía cargarla sobre la espalda durante la escalada hacia la cima. No se debía engendrar un niño en una familia hasta que no se consumara un ubasate. Eso permitía que la población no creciera y que la comida alcanzara para todos los campesinos. Si uno de ellos se acercaba a los setenta años, estuviera sano o decrépito, se lo llevaba al escarpado paraíso para que muriera de hambre o de frío en soledad. Allí lo acogería el dios de Narayama. Los ancianos que se sacrificaban por las futuras generaciones con actitud generosa y digna recibían en la alta meseta una señal de divina complacencia: una dulce y letal nevada los adormecía.

En La balada de Narayama, la anciana madre y abuela, Orin, va a cumplir setenta años en perfecto estado de salud. Trabaja como una joven, transmite su saber y conserva toda su dentadura, lo que la avergüenza porque su aspecto va contra el orden sagrado de las cosas. Anhela la muerte, a pesar de que todos la quieren. Su hijo, Tatshuei, se niega a subirla a la montaña. Ella se da los dientes contra una roca. Finalmente, Tatshuei sigue el ritual, carga a Orin sobre sus hombros y asciende por la cuesta. Llegan al alto destino sembrado de esqueletos. Madre e hijo se despiden. Tatshuei emprende el apesadumbrado descenso. De pronto, comienza a nevar. Tatshuei grita alborozado: "¡Madre, tenías razón".

 ¿Alguien, de verdad, puede pensar que es salvaje una preparación para la muerte tan ritualizada, rebosante de emoción y sentido (el hijo que carga con su madre, será cargado por su hijo)? Pensemos en la época actual y la crisis mundial desatada por el aumento de adultos casi centenarios, la falta de empleos para jóvenes y la disminución de ingresos que afecta a quienes están retirados y dependen de jubilaciones o pensiones derivadas de los aportes de la cada vez más escasa población activa.

Pensemos en los numerosos zombies del Hollywood actual tan temibles y parecidos a quienes, la identidad perdida, se sobreviven en geriátricos. Recuerdo el título de una novela de Horace McCoy: ¿Acaso no matan a los caballos? Faltaría agregar: "por humana piedad". De haber vivido en Narayama, me habría preparado durante toda mi existencia para ser generoso con quienes me sucedieran, cederles el lugar y enfrentar el final con el respeto y la serenidad a ellos debidas: la dignidad de los límites. Hace siete años que estaría muerto."



La balada de Narayama