Si en Michel de Montaigne me asomé al festivo guanteo entre la palabra y el silencio –eso que él llamaba “sondando el vado a prudente distancia”– en Borges lo hago ante la inmortalidad. Porque el autor del El Aleph (1949) es capaz de aproximarte a vastas regiones literarias, sin distingo de razas y lenguas. No hay fronteras en el sueño, mucho menos en el tiempo y el espacio. La inmortalidad en Borges se construye de metáforas; y sus correspondencias filosóficas y matemáticas, históricas y metafísicas, son como hojas en el bosque que está a punto de oscurecerse en el vacío del instante. Me sorprendo ante su fuerte enlace gravitatorio enemigo de facilismos. Una vez tentado, la visión de ti mismo y de las cosas comienzan a adquirir matices inapreciables.
De Francisco de Quevedo, gran poeta del siglo de oro español, Borges escribe: “Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”. [Otras inquisiciones, 2008, p.73] De de esta caracterización resplandece la imagen del propio Borges: el evocador de los espejos literarios, el hoyo negro por donde la realidad se hunde para detonar en otra parte desde la ficción. De Borges lector y soñador, políglota de los seres que escapan a lo fáctico. Quien lo lee se sabe miembro de una provocación universal. A veinte y seis años de su fallecimiento desear palpar su sombra es un acto de soñador. Tal vez sea esa el imán que me sumerja en sus páginas mediante un misterioso culto que todavía no comprendo. "
carlos alfredo marin
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