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Lugar: Argentina

domingo, 17 de marzo de 2019



La verdad, no sé si aún llovía, pero igual hubiera podido estar lloviendo. Era julio y la tarde seguía pasando cuan larga era. Mi hermana y yo no podíamos estar mejor vestidas para un retrato que se quería irrevocable.
No recuerdo la exacta mirada de nuestra madre, cuya urgencia de perfección nunca parecía del todo conforme con sus obras, pero creo que aquella vez la fascinamos, porque aún tiene en su estancia la foto que nos tomaron entonces, recargadas una en la otra, espalda con espalda, cada quien con una canasta entre las manos. Aún estamos ahí, viendo hacia la luz del fotógrafo que nos llamaba a sonreír sin que le diéramos a cambio más que una mirada digna de la posteridad.
Incluso a los desconocidos les encanta ese cuadro. No lo saben quienes lo ven y sonríen encantados con las dos niñas que vistió mi madre como a dos muñecas, pero ella y nosotros llegamos hasta ahí tras una epopeya doméstica que no puedo ni quiero olvidar.
A punto de salir rumbo al estudio fotográfico del señor Oklay, hombre rubio, silencioso y pálido que por el solo hecho de serlo parecía enigmático, un accidente puso fin a la ceremonia con que nos habían ataviado. Escribo ceremonia y el recuerdo me asegura que así debe llamarse a la sucesión de movimientos que nos rodearon por un rato.
Nuestra madre y la nana que la ayudaba en el difícil arte de disfrazar a sus dos hijas, empezaron por ponernos unos fondos de algodón con tira bordada en las orillas. Eran preciosos ya, podrían haber bastado para dejarnos elegantes, pero fueron sólo el principio sobre el que cayeron dos vestidos de una gasa tan etérea y tenue como debería ser el mundo. Tenían esas mangas cortas y plisadas que las modistas llaman de globo, tenían unos cuellos redondos y unas pecheras con alforzas. Todo lo ribeteaban los encajes traídos desde Brujas hasta Puebla, en un viaje que imaginábamos eterno. En la cintura nos ataron unas bandas de seda color de rosa que se anudaban en un lazo perfecto.
Mi madre nos había peinado las ondas con goma de tragacanto y sobre la mesa había dejado unos sombreros de paja clara que aún siguen provocando el deseo de volver a mirar la perfección con que estaba tramada su infinita cursilería.
Pero antes de llegar al clímax que sugerían esos sombreros, faltaba ponernos los calcetines de hilaza tejidos por las monjas trinitarias y luego los zapatos como joyas de charol con las puntas redondas y unas trabas alrededor de los tobillos. Nosotros no sabíamos cómo hacerlo bien y ese día no se trataba de aprender. Para seguir el ritual nos sentaron sobre una mesa que, por no sé qué urgencia de cuidados, tenía un vidrio sobre la cubierta de madera. Un vidrio rectangular cuyos filos no eran un riesgo para nadie que no se acomodara cerca de ellos.
 A mi hermana Verónica le habían puesto un zapato en el pie derecho y la suave pero distraída nanita que le abrochaba las hebillas necesitó acercar hasta sus manos el pie izquierdo, así que jaló la pierna de Verónica y la dejó pasar sobre el filo del cristal que, en un segundo, le abrió una herida de lado a lado entre las venas que corren tras la rodilla. Oí un grito intenso, pero corto y ésa debe ser la única vez en mi vida que he visto a mi hermana llorar así. Su pierna estaba tan llena de sangre que ni siquiera podía saberse de dónde brotaba. Cierro los ojos y veo, todavía, la herida sin brocal como la vi entonces. Verónica lloraba y le ataron un trapo a la rodilla. Yo también lloraba.
Dice ahora que, dado mi escándalo, al principio todo el mundo creyó que la pierna cortada era la mía. No la voy a contradecir, entre otras cosas porque las dos estamos convencidas de que ella siempre tiene la razón, pero yo la recuerdo, como nunca, llorando más lágrimas y más penas que las mías.
Para pronto, las mamás, como llamábamos a la dupla hecha por nuestra madre y su incandescente hermana Alicia, la tomaron en brazos y salieron rumbo al hospital. Yo, que a todas luces salía sobrando porque mi engalanada presencia no era de ninguna utilidad, fui con ellas. Recuerdo la puerta azul del coche y recuerdo ir junto a mi hermana mirándola como a una heroína. Yo tenía cuatro años y ella tres.
Entramos al hospital Guadalupe en busca de un doctor. Acostaron a Verónica sobre una cama angosta y alta. Seguramente le pusieron anestesia, pero de eso y de cómo fue, ni ella, ni yo, ni mi madre nos acordamos bien. En cambio, yo recuerdo con precisión científica la aguja redonda que fue entrando y saliendo por la piel hasta zurcir por completo la cortada. Ya nadie lloraba. Ella menos que nadie. Tenía los ojos inmensos, redondos y oscuros como aún los tiene. Sonrió.
Al salir de ahí fuimos a comprarle un premio a su valor. La tienda era pequeña y tenía una sola vidriera. Debió desaparecer muy poco tiempo después, porque nunca volvimos a visitarla. Vendían ahí las últimas muñecas de pasta y porcelana que nos tocó ver. Había una preciosa con la cara redonda y las mejillas muy rojas. Ésa quiso Verónica. Se la dieron como un trofeo. Cachetona le puso de nombre.
No lo creen mis hijos, pero entonces las fotos de ocasión se hacían como ahora se hacen las de la publicidad más cara: en un estudio especial, iluminado para el caso, contra un fondo de paredes oscuras y bajo un inmóvil silencio de capilla. No era cosa de pasar por ahí como llevado por la casualidad, se hacía una cita y la familia completa cumplía con el ritual de retratarse en el orden debido. Mis otras primas habían llegado a tiempo. A mi madre la sorprende haber llegado alguna vez.
Todavía se pregunta si fue posible que la misma tarde del accidente hubiéramos ido a dar con el fotógrafo, pero nosotras estamos seguras de que así fue. Dos testimonios menores contra el suyo han dado una suma a nuestro favor: el retrato nos lo tomaron entonces.
Bajo el fondo de encajes mi hermana tenía una pierna vendada y bajo las alforzas del vestido yo le tenía una admiración que aún perdura. Se ha cortado otras veces, la nana distraída que puede ser el destino ha pasado otras veces su vida sobre un vidrio. No la he visto llorar. He visto cómo sabe coserse las heridas y como se divierte y sonríe cuando todo termina y la vida le toma un retrato a su existencia. Doy fe de que aún mira como entonces, de que es valiente y terca desde entonces. Doy fe de que aún necesito recargarme en su espalda para mirar al mundo que nos mira.
La verdad, no sé si aún llovía, pero igual hubiera podido estar lloviendo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de agosto de 2006

ÁNGELES MASTRETTA

Espalda con espalda

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