La poesía suele vivir en una situación paradójica. Su materia es el lenguaje humano, cuyo carácter es social, histórico y comunicativo, arraigado en el tiempo y propio de una comunidad. Pero el poema, que no elude su pertenencia a la época y su rasgo comunitario, raya el instante como un diamante lúcido y nombra lo singular e incluso lo que no puede ser dicho.
La poesía circula a menudo en el imperio de las mercancías, pero en ella hay algo no intercambiable, que se niega a la oferta y la demanda y la hace tan poco "provechosa", tan inexorablemente "inútil". La poesía puede ser blasfema o nombrar lo sagrado, pero elude la institución religiosa o los protocolos del ateísmo: duda en el umbral del mundo acerca del más allá de las cosas y vuelve incandescente su objeto, en la presencia absoluta de lo imaginario como sentido implícito de lo real. La poesía puede decir "yo" y en el acto inundará la lengua de ambigüedad: afantasma la escritura, la multiplica, la despersonaliza, la puebla de experiencia o inanidad, la oraliza, la hace plural y populosa. La poesía remonta la tradición y prefiere los anacronismos o, en cambio, se ordena en el vaivén de las nuevas tecnologías, pero en ambos casos replantea el estado del arte.
Los poetas argentinos de las últimas dos décadas lidiaron con una situación histórica extrema: reconstruir el idioma social contaminado por el discurso punitivo de la dictadura militar. No sólo lo hicieron, sino también restauraron a su modo las paradojas del poema: recuperaron los relatos sociales en el seno de lo rabiosamente individual, los modos nuevos de mirar, las experiencias íntimas. Irisaron la lengua con hermetismo o la aguzaron en la recuperación de los objetos. Hicieron circular el poema por vías alternativas a lo mercantil. Retornaron al yo como a un buen salvaje o lo disolvieron en un sabio ejercicio de lo banal, fijaron memorias, exploraron lo oral hasta hallar otra retórica lejana de los viejos coloquialismos. No hay crisis, no hay crimen, no hay creencia que la poesía no pueda nombrar. Acabará si es que cesa nuestra sombra sobre la tierra.
La poesía después de la dictadura
JORGE MONTELEONE. ESCRITOR. INVESTIGADOR DEL CONICET. (2005)
La poesía circula a menudo en el imperio de las mercancías, pero en ella hay algo no intercambiable, que se niega a la oferta y la demanda y la hace tan poco "provechosa", tan inexorablemente "inútil". La poesía puede ser blasfema o nombrar lo sagrado, pero elude la institución religiosa o los protocolos del ateísmo: duda en el umbral del mundo acerca del más allá de las cosas y vuelve incandescente su objeto, en la presencia absoluta de lo imaginario como sentido implícito de lo real. La poesía puede decir "yo" y en el acto inundará la lengua de ambigüedad: afantasma la escritura, la multiplica, la despersonaliza, la puebla de experiencia o inanidad, la oraliza, la hace plural y populosa. La poesía remonta la tradición y prefiere los anacronismos o, en cambio, se ordena en el vaivén de las nuevas tecnologías, pero en ambos casos replantea el estado del arte.
Los poetas argentinos de las últimas dos décadas lidiaron con una situación histórica extrema: reconstruir el idioma social contaminado por el discurso punitivo de la dictadura militar. No sólo lo hicieron, sino también restauraron a su modo las paradojas del poema: recuperaron los relatos sociales en el seno de lo rabiosamente individual, los modos nuevos de mirar, las experiencias íntimas. Irisaron la lengua con hermetismo o la aguzaron en la recuperación de los objetos. Hicieron circular el poema por vías alternativas a lo mercantil. Retornaron al yo como a un buen salvaje o lo disolvieron en un sabio ejercicio de lo banal, fijaron memorias, exploraron lo oral hasta hallar otra retórica lejana de los viejos coloquialismos. No hay crisis, no hay crimen, no hay creencia que la poesía no pueda nombrar. Acabará si es que cesa nuestra sombra sobre la tierra.
La poesía después de la dictadura
JORGE MONTELEONE. ESCRITOR. INVESTIGADOR DEL CONICET. (2005)
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